Segunda
parte, y final, de la crónica de la primera misión a Walküre, rolatada por el
personaje de Mario, Bl4ckm00N.
...
...
Una
vez alunizamos en la impresionante estructura que conformaba el astropuerto
lunar nos dirigimos en una aerotaxi hasta Nueva Jamaica. Las edificaciones
metálicas, estructuras de neón y habitantes diferían bastante de lo que
acostumbrábamos a ver en nuestro planeta Tierra, al menos de las ciudades de
las que tenía registro visual.
Decidimos
que tendríamos que buscar un alojamiento para pernoctar y descansar durante los
siguientes días. Tras una breve negociación entre los de origen más y menos
acomodado del grupo acabamos en un pequeño motel de Nueva Jamaica, su nombre
Marley’s Motel, su distintivo un gigantesco neón con una estrella musical del
siglo XX. Tres habitaciones, Turner y yo compartiríamos la ruinosa estancia en
aquel tranquilo, o eso me parecía, tugurio.
Los
primeros créditos invertidos nos sirvieron para identificar los garitos más
famosos, por la razón que fuese, de Nueva Jamaica, La Arena, Templo a la Luna,
McGrady’s, Tiempo Líquido, Cybergeisha Desenchufada, La Antesala, El Underdomo,
Malos Tiempos, El Cascabel y Kung Pub.
Ésta
era nuestra mejor pista pues preguntando por “Jean Luc” o “Zorro Rojo” no
encontramos más que negaciones de cabeza y encogimientos de hombros.
Nos
dividimos en tres equipos para investigar de forma más efectiva, Turner y
McGregor por un lado, O’Conner, Berg y Von Isenhart por otro, y yo me quedaría
en la habitación del hotel hackeando el sistema de cámaras de seguridad de
tráfico con el fin de encontrar algún registro gráfico de Jean Luc.
Mi
búsqueda se aventuraba complicada, tras acceder a los sistemas de vigilancia de
la policía de tráfico de The Core comencé a procesar los vídeos registrados en
las fechas que conocíamos en las que Jean Luc había viajado a las Islas
Galápagos y, presumiblemente, a La Luna.
El
procesamiento pesado de los vídeos y comparación pictográficas con imágenes de
Jean Luc me llevaría varias horas que se me presentaban interminables en
aquella oscura y solitaria habitación de motel tenuemente iluminada por la
pantalla de mi ordenador.
En
el mismo momento a varias manzanas de distancia pude observar por las cámaras
de vigilancia del sector Quebec-Delta-3 como Turner y McGregor caminaban entre
calles plagadas de putas, chaperos y chulos intentando hacer algo de negocio,
camellos de poca monta ofreciendo cualquier sustancia que pudieras imaginar y
mendigos borrachos acurrucados en las esquinas y callejones. Al torcer una de
estas esquinas, desaparecieron del alcance visual de las cámaras que estaba
controlando, y tras adentrarse unos veinte metros se vieron sorprendidos por
cinco figuras amenazantes que se cruzaron en su camino.
Los
matones que empuñaban pistolas y machetes y vestían las tan comunes chupas de
cuero de delincuente, consideraron a Turner y McGregor presas fáciles y fuente
de ingresos extra, y estaban muy dispuestos a darles una paliza y robarles todo
lo que llevaban. El escocés loco como él solamente está se abalanzó en un
movimiento más parecido al de un combatiente de esgrima a la vez que
desenfundaba su arma y apoyaba el cañón en la frente de uno de ellos mientras
que profería calmadamente algunos palabros en un idioma ininteligible.
Los
matones gritaban nerviosos en su pseudolingua similar al inglés terrestre, no
se habían imaginado tan rápida y decidida reacción de sus víctimas. Turner
carraspeó su garganta y se dirigió enérgicamente al que parecía el jefecillo de
los cinco intentando negociar una salida sin bajas en aquella desesperada
situación. Las palabras del americano, y algunos créditos, parecieron surgir
efecto, tras unos breves pero interminables segundos los matones decidieron
bajar las armas a la vez que el loco escocés. Volvieron a salir del callejón a
paso ligero y se dirigieron calle adelante hacia un bar llamado Cybergeisha
Desenchufada.
Desde
las cámaras de tráfico del sector Sierra-Charlie-3, observé como un numeroso
grupo de Neorastafaris se congregaba alrededor de una palestra improvisada, en
un puesto de información pintado con grafitis, desde la cual un enorme negro
vestido con ropajes de mil colores estaba aleccionándoles en una clase de
charla pseudo religiosa.
A
sus pies cuatro extremadamente musculados neorastafaris vigilaban a los oyentes
a modo de seguridad del orador portando subfusiles.
A
paso normal y por la acera contraria el grupo formado por el irlandés, el sueco
y el estirado aristócrata alemán caminaban hacia el pub McGrady’s, simple
coincidencia o deseo de hidratarse con un whisky decente por parte del
O’Conner. Las palabras sobre el Dios Luna llegaron a oídos del irlandés que vio
exacerbado su particular sentido religioso y se sintió en la necesidad de
reafirmar su fe en un acto de constricción delante de aquellos apócrifos. En su
mente surgió la frase que tantas veces se le había sonado en su mente― “Hoy es un buen día para morir” ―y no lo
dudó ni un solo instante.
El
violento enfrentamiento no tardó en hacerse realidad tras las primeras palabras
que pudieron parecer ofensivas al orador y su público. Desde mi visión
multiangular pude comprobar la gran capacidad letal de mis nuevos compañeros.
Las balas perforantes comenzaron a volar en ambas direcciones. La multitud
enloquecida ante la situación violenta corría en todas direcciones. O’Conner
literalmente volaba con un espectacular salto gracias a sus ciberpiernas y se
situaba entre la seguridad armada del predicador. Dos de ellos cayeron
rápidamente, además de algunos inocentes seguidores religiosos debido al fuego
cruzado. Los dos guardaespaldas que seguían vivos se habían ya preocupado en
llevarse en volandas al religioso protegiéndole de los disparos y lo
introdujeron en un vehículo que esperaba a pocos metros de distancia.
La
contienda transcurrió en algo más de treinta segundos aunque mí privilegiada
posición de observador me parecieron apenas tres segundos. Mis tres compañeros
dejaron atrás a los cuerpos malheridos en medio de la plaza al oír las sirenas
de la policía que se aproximaban por una de las calles cercanas, escabulléndose
por uno de los callejones que parecía desembocar al McGrady’s.
La
pareja formada por Turner y McGregor entraron en el bar Cybergeisha
Desenchufada de decoración muy tecnificada y cierto aire japonés. Estaba
literalmente repleto de biombos de bambú, paredes pintadas con motivos
japoneses, dragones, samuráis, onis, etc. El ambiente parecía una combinación
extraña entre un bar de alterne, un local de psico-experiencias sensoriales y
un espacio bohemio para el intercambio de ideas peregrinas muy frecuentado por
los hackers y tecnófilos de The Core.
En
la barra una exuberante negra maquillada como una geisha hacía las veces de
camarera, de encargada y de madame del negocio. Tras unas cuantas copas se
atrevieron a preguntar por Jean Luc. Unas cuantas conversaciones infructuosas,
unos créditos malgastados en invitaciones a copas, hasta que al final dieron
con la tecla adecuada. Nuestro malogrado amigo Renard tenía alquilado un
almacén a unas cuantas manzanas del local. Al fin teníamos una pista que
parecía acercarnos a nuestro objetivo.
Verdadero
whisky corrió en el McGrady’s, el generoso Von Isenhart compró una botella de
un gran reserva de más de 20 años para el deleite de los invitados a la ronda.
Un viejo caballero muy agradecido por tal invitación no pudo dar más pistas a
mis compañeros que preguntaran en el bar llamado Cybergeisha Desenchufada por
ese tal Jean Luc Renard por el que venían preguntando.
Justo
al llegar al Cybergeisha Desenchufada se encontraron saliendo por la puerta al
resto del grupo. Las pistas parecían claras. Jean Luc utilizaba ese almacén
situado en el límite del sector Quebec-Delta-3 y encastrado entre los niveles 2
y 3 de Nueva Jamaica para esconder algo, y debían dirigirse hasta allí para
descubrir qué era.
El
almacén no parecía muy grande desde el exterior, aproximadamente cuatrocientos
metros cuadrados de planta cuadrangular y quince metros de altura, y no se
diferenciaba mucho de los que estaban en la misma calle salvo por la salvedad
de que en uno sus laterales lindaba con un oscuro y estrecho callejón. En ese
momento desaparecieron de la vista de las cámaras de tráfico. Mi preocupación
se fijó en controlar cualquier vehículo sospechoso o patrulla de policía que
pudiera circular por la zona.
En
ese callejón había un estrecho pasadizo que daba a una puerta trasera. Forzar
la cerradura no fue complicado. El almacén estaba únicamente iluminado por unas
pequeñas chispas producidas por algunos aparatos electrónicos al fondo del
local. Sigilosamente se movieron por su interior para descubrir que Renard
había estado trabajando en un ingenio militar, un robot andador que despertó en
ese mismo instante considerándoles intrusos y enemigos. Sus sistemas de
detección y ataque se activaron comenzando a disparar a los miembros del grupo
que se movieron a parapetarse con cualquier objeto voluminoso que pudieron
encontrar. Después de la sorpresa inicial el robot apenas ofreció resistencia y
no fue un duro rival cayendo abatido ante el fuego pesado de mis cinco
compañeros.
Una
vez el robot fue abatido comenzaron a tener conciencia del interior del oscuro
almacén que olía mucho a humedad. Prácticamente estaba diáfano, con el techo
plano a tres metros y goteando agua. Todo estaba lleno de aparatos
tecnológicos, cachivaches mecánicos, prensas, herramientas desparramadas,
cables pelados echando chispas, varios ordenadores encendidos con la pantalla
en negro y textos en letras verdes. A la izquierda, justo en frente de la
puerta de atrás que daba al callejón había una litera y una nevera del siglo
pasado. Al fondo un pequeño cubículo con lo que parece un baño, el fluorescente
del baño parpadeaba y era lo único que daba luz al almacén. Pero lo que más
llamó la atención es un enorme servidor en el centro del almacén con varias
consolas de navegación conectadas a él. En el enorme monitor central parpadeaba
y fluctuaba una imagen, el zorro rojo con la A, el símbolo que ya nos mostró
Bantua. Una de las consolas tenía los LEDS encendidos, en la pequeña pantalla
de la consola ponía lo que parecía un mensaje antiguo.
> Datos Recibidos
> Transmisión Completa
> Activado Protocolo Mnemosine2.0.
A
todos nos pareció claro que podríamos obtener alguna pista más acertada de lo
que hacía Jean Luc aquí si conseguíamos desenchufarla.
En
ese preciso instante vi aparecer a través de las cámaras de tráfico dos
berlinas de color negro y cristales tintados que se detuvieron en seco delante
de la puerta del almacén bajándose seis hombres de porte militar y vestidos de
riguroso negro. Uno de ellos abrió el maletero de uno de los vehículos sacando
una ametralladora pesada H&K G30, 7mm Gauss de facturación alemana y
colocándola cuidadosamente en un trípode sobre el capó. Avisé por teléfono de
la llegada de los inesperados invitados. Debían salir lo antes posible de ese
almacén.
Uno
de los nazis que había salido del primer vehículo gritó hacia el interior del
almacén que querían la consola y que si se la entregaban les perdonarían la
vida. En ese instante el brutal estruendo de la percusión de la ametralladora
producido por los pesados proyectiles disparados contra la puerta de chapa del
almacén que quedó como un queso gruyer les forzó a decidir rápidamente su
siguiente paso.
La
puerta trasera parecía la mejor opción. Una vez en el callejón O’Conner se
catapultó con sus ciberpiernas hacia la espalda de uno de los atacantes
mientras que el francotirador Von Isenhart se deshacía con su preciso disparo
de otro de los enemigos. Berg salió por la puerta delantera sorprendiendo a los
alemanes que estaban protegidos detrás de los vehículos disparando su arma de
forma certera acabando con la vida de dos de ellos. Mientras tanto McGregor
arrancaba con el mayor cuidado posible los cables de la consola con el objetivo
de salir corriendo de allí lo antes posible. Turner le esperaba con la puerta
trasera del almacén abierta. Lograron forzar la cerradura del almacén contiguo
y entrar en él. Su objetivo era poder salir por la puerta del almacén y
sorprender así a sus atacantes. La contienda acabó con los atacantes alemanes
muertos y sin ninguna baja por nuestro lado.
La
noche no acabaría tan rápido, por las cámaras de tráfico conseguí ver varios
coches de policía que se acercaban con las sirenas encendidas a alta velocidad
en dirección al almacén de Jean Luc. Apenas teníamos veinte segundos antes de
que aparecieran al final de la calle. Comuniqué este contratiempo a Turner para
que salieran de allí lo antes posible. Rápidamente se introdujeron en los dos
vehículos que habían traído los nazis justo cuando las luces azules y rojas de
la policía comenzaban a reflejarse en los cristales de los edificios. Mientras
tanto O’Conner huía en otra dirección de un gran salto a un nivel superior del
complejo de The Core.
El
sonido de los motores arrancados y olor a rueda quemada al acelerar a fondo y
levantar el pie del embrague. Los dos vehículos salieron disparados por la
calle ignorando el semáforo que acababa de ponerse en rojo. Tres coches de la
policía les seguían a apenas cincuenta metros. Por el altavoz resonaba la voz
de uno de los agentes requiriendo que detuvieran el vehículo, en caso contrario
se verían obligados a utilizar la fuerza y acto seguido así lo hicieron. El
copiloto del primer vehículo policial sacó medio cuerpo por la ventanilla del
coche y empuñó una escopeta de gran calibre disparando directamente contra el
cristal trasero del vehículo conducido por McGregor que resultó seriamente
dañado reduciendo un poco la marcha mientras que el vehículo que estaba a la
cabeza lograba dejarles atrás y perderse por el entramado de calles.
Tras
ser alcanzado por el primero de los disparos de la doble escopeta y mientras el
policía recargaba su arma, McGregor despertó al espíritu de gran piloto que lleva
dentro y puso todos los sentidos en salvar a su copiloto Turner y a su perro
imaginario, Edward, que viajaba con ellos en el asiento trasero. Unas cuantas
calles más, unos derrapajes al límite al girar en una intersección, y por fin
consiguieron dejar atrás a sus perseguidores.
Abandonaron
el vehículo a un par de manzanas del motel en el que ya esperaban junto a mí,
Berg, Von Isenhart y O’Conner con nuestro equipaje en la mano. Emocionados me
enseñaron la consola que habían conseguido arrancar del almacén de Renard y
decidimos dirigirnos a la oficina que Oberón A.G. había establecido en la Luna
en una de las zonas más exclusivas de The Core.
El
reloj de la cafetería situada enfrente marcó las 5 en punto. Restaban tres
horas para la apertura del local y el café caliente servido por una rubia
camarera pechugona, ya entrada en los cuarenta, y con cara de no aguantar ni un
solo comentario jocoso, nos debería ayudar a no caer rendidos después de las
últimas intensas horas. El amanecer artificial nos sorprendió a todos mientras
comentábamos en voz baja cómo había sucedido la operación para Oberón A.G., las
pocas pistas que teníamos sobre el destino de nuestro amigo Renard y las ganas
que teníamos de volver a La Tierra.
Por
el cristal de la cafetería observamos cómo una delicada señorita de poco menos
de veinte años se abría los cierres metálicos del local desde una pequeña
consola situada a la derecha de la puerta. Pagamos nuestros desayunos, del que
Berg había hecho buena cuenta acabándose la bandeja de bollería que nos habían
dejado en la barra, y cruzamos la calle casi sin mirar. Entramos como seis
poseídos y nos dirigimos al mostrador dónde la señorita se encontraba
encendiendo su terminal informático. Nos presentamos como agentes de Oberón
A.G. y después de unos minutos teníamos gestionado nuestros billetes de vuelta
a La Tierra en el siguiente crucero espacial a primera hora de la tarde.
O’Conner, siguiendo sus instintos más personales, no perdió el tiempo y
sutilmente concertó un vis-á-vis con la señorita a la hora de la comida en el
restaurante en el que habíamos estado por la mañana.
El
viaje de vuelta me pareció mucho más rápido que el de ida. Debía ser la tensión
acumulada o las horas sin dormir que recuperé durante gran parte del viaje
hasta el Ascensor Espacial. El único sobresalto ocurrió un día antes de llegar
a la estación orbital. Escuchamos murmullos que se hacían cada vez más fuertes
y personal de la tripulación corriendo por los pasillos. Nos asomamos a uno de
los grandes ventanales para deleitarnos la vista con una obra maestra de la
ingeniería aeroespacial. A lo lejos la Walküre, moviéndose en el espacio, muy
lejos, pero con un rumbo que podría coincidir con el de nuestra astronave,
finalmente la Walküre giró levente hacia su babor y se alejó de nuestro rumbo.
Tres días después de embarcar en el astro puerto de la Base Tranquilidad nos
encontrábamos en una sala de reuniones de la oficina central de Oberón A.G.
situada en la ciudad helvética de Zúrich. En ella nos recibió Monsieur Bantua
con una amplia sonrisa y deseoso de tocar ese dispositivo que había pertenecido
a Renard y que tanto nos había costado conseguir y traer desde nuestro satélite
lunar.
Estuvimos
esperando más o menos una hora en una de las salas magnas de las lujosas
oficinas de Oberón A.G.. Al cabo de un tiempo Monsier Bantua entró en la sala
de nuevo y nos felicitó personalmente a cada uno de nosotros por el
indiscutible éxito de la misión. Además nos explicó que los técnicos del
laboratorio entre los que se encuentra el hermano de Von Isenhart, habían
podido extraer la información de la consola.
“Al parecer
desde esta consola, enchufada al servidor, se ejecutó remotamente Mnemosine2.0,
el programa se lanzó a la Malla y se perdió en un conglomerado de Filipinas.
Esta especie de proto-Inteligencia Artificial carecía de informes concretos de
Oberón, según han podido averiguar. Tendremos que estar vigilantes, pero parece
que la I.A. creada por Renard “duerme” o ha desaparecido.”
Su
satisfacción era palpable y prosiguió realizándonos una oferta para formar
parte de Oberón A.G. como agentes de campo. La oferta consistía en un sueldo
inicial al mes de 2.000 créditos complementado con un coche de gama media o
media alta, y una vivienda a elegir entre un ático dúplex en el centro de
Zúrich que solicitamos O’Conner, Turner y yo, otro ático dúplex en un elitista
edificio con vistas a la Basteiplatz en el distrito financiero. Berg, McGregor
y su perro solicitaron una vivienda unifamiliar con jardín a unos 30 kilómetros
al norte de Zúrich.
No
habían pasado ni diez días desde la muerte de nuestro amigo Jean Luc Renard y a
mí me parecía una eternidad. Tenía el presentimiento que las situaciones a las
que nos íbamos a enfrentar los próximos meses nos llevarían al límite
poniéndonos a prueba a cada uno de nosotros.
―
“Alert filter_JLR TRUE DETECTION”― La rutina de
filtrado en la Malla que había preparado para detectar cualquier movimiento de
Renard me había arrojado fuera de mis pensamientos súbitamente. En ese preciso
instante recibí una comunicación UltraIRC encriptada que decía ―“Amigo, me alegra que hayáis entrado en
Oberón... Yo… estaré por ahí, observando. Au revoir.”
Una
extraña sensación me volvió a recorrer el cuerpo y unas tremendas nauseas me
forzaron a correr medio tambaleándome hasta el lujoso baño del apartamento para
vomitar lo poco que había ingerido el día anterior.
Unos
días antes, en la Luna, en el almacén abandonado en aquella lúgubre calle de
The Core, en la base de Renard. En un pequeño cubículo en el subsuelo, hay un
ordenador, de repente se enciende. En la pantalla de la computadora comienza a
ejecutarse una línea de comandos.
> Activado protocolo Mnemosine2.5
> Enviando datos a servidor remoto
> 15% .. 30% .. 60% .. 90%
> Transmisión Completa
> Ejecución a distancia
> Mnemosine3.0 /ACTIVADA”
Poco
a poco la pantalla pasa del negro al blanco y comienza a dibujarse la cabeza de
un zorro, en color rojo.
Marcados saludos.-
Marcados saludos.-
Muchas gracias por compartir vuestras aventuras con todos nosotros.
ResponderEliminarMuchas gracias a vosotros, Pedro, por darnos una herramienta de entretenimiento tan poderosa ;-)
ResponderEliminarUn saludo.-